La rosácea es una enfermedad de la piel que muchas veces se confunde con otras afecciones, como el acné, la piel sensible (atopia) o la dermatitis seborreica. Aunque pueden coexistir varias condiciones al mismo tiempo, la rosácea merece atención aparte por su naturaleza específica.
Esta condición no es una infección, ni está relacionada con una mala higiene o el uso de cosméticos. Es hereditaria, lo que significa que se transmite de generación en generación. Afecta principalmente los vasos sanguíneos pequeños de la piel, lo que la hace persistente, pero controlable.
Los síntomas de la rosácea son variados. No se limita solo a tener las mejillas rojas. Puede presentarse con brotes similares al acné, ardor, comezón o sensación de calor. En personas con piel morena, el enrojecimiento puede no ser evidente, lo que dificulta el diagnóstico visual.
Por eso, solo un dermatólogo puede diagnosticarla correctamente. Una evaluación médica es fundamental para distinguirla de otras afecciones cutáneas.
Aunque es más común en adultos, puede aparecer en cualquier etapa de la vida: bebés, niños, adolescentes o adultos. Suele notarse más en piel clara, pero afecta todos los tipos de piel, incluidos los fototipos más oscuros.
Dado que sus síntomas se pueden confundir fácilmente con otras afecciones, el diagnóstico debe hacerlo un dermatólogo, quien evaluará el historial familiar, los signos visibles y la evolución del problema.
La rosácea no se cura, pero se puede controlar muy bien. El tratamiento adecuado puede hacer que los síntomas desaparezcan o se mantengan bajo control por largos periodos.
Las opciones incluyen:
El objetivo es reducir la inflamación, mejorar los síntomas y evitar que la enfermedad avance.
No. Pero sí se puede vivir con ella sin que afecte tu calidad de vida. Un tratamiento adecuado y constante puede lograr que tu piel luzca tan bien, que nadie sepa que tienes rosácea.
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